a media cocción canicas prensa

Cerca de donde suelo pasar algunos días cada verano han reinventado un complejo turístico que se supone que influirá en el futuro de la zona. La curiosidad me empujó, hace semanas, a meterme regularmente en redes para conocer las valoraciones de los primeros turistas que hasta allí han llegado en el breve veranillo vivido hasta ahora. No suelo leer opiniones en internet. Al margen de la sospecha de que muchas están promovidas por unos u otros para crear buenas o malas famas, la mayoría contribuyen a asentar aún más en mí convicciones previas sobre lo que los ociosos con posibilidad de escribir algo, aunque lo vayan a leer cuatro gatos, llegan a decir. ¡Y con qué nivelazo! Lo que suelo leer me hunde en la miseria en relación con qué y, sobre todo, cómo se dice. Aun así, en esta ocasión me he lanzado.

Muchas coinciden en que hay instalaciones fantásticas, comida excelente y abundante, personal servicial y maravilloso, pero —¡siempre hay un pero!— varios señalan que no volverán hasta que no cambie el perfil de algunos turistas: van de brabucones allá por donde pasan, fuman en piscinas cubiertas, están de juerga en las habitaciones hasta la madrugada, dejan vasos de cristal en los jardines… E insisten, ojo, en que no son británicos, ni alemanes. ¡Autóctonos! Y muchos de ellos grupos, de jóvenes la mayoría, aborregados y asalvajados.

De repente llega mi vecino a su parcela con otros 3 más; los 50 ya no los cumple ninguno. Abren las puertas del coche, ponen la música —¿bacaladera?— a todo volumen mientras se bañan y se ponen ciegos a beber y comer. Cuatro horas así, aguantando todos los de la calle sus niveles de horterismo y nulo respeto. Al colega le importa poco si molesta o no y eso que desde que sé de su existencia le he oído vociferar aludiendo a la democracia, a sus derechos (a base de los deberes que él decide atribuir a otros, claro), a lo público y a soflamas así. 

Cada vez creo menos en la humanidad. Sí lo hago en el ser humano a título individual. Si estamos solos, la mayoría somos maravillosos. En sociedad, el instinto primario nos empuja a mostrarnos de tal manera que el civilizado da especiales muestras de educación, mientras que el que se quedó a media cocción lo hace, no de manera discreta ni prudente precisamente, de sus carencias, limitaciones, complejos y frustraciones. Visto lo visto, este verano me voy a Laponia, a ver si allí la cosa va de otra manera.

LA TRIBUNA DE CUENCA