Juego de verdades y mentiras canicas artículos prensa

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Aquel verano —¿1993?— la Diputación Provincial de Cuenca me encargó dirigir un campamento en la pequeña localidad alcarreña de Luzaga. El asunto tenía su miga: un centenar de niños de familias desfavorecidas gozaría de una experiencia singular contando con 12 monitores, mitad elegidos por mí y mitad escogida mediante proceso público de entrevistas. La jornada de selección de monitores fue larga y reveladora. Entre los más de 40 aspirantes apareció una chica de la Mancha conquense, rubia y de ojos tan azules y luminosos que parecían sostener el aire. Cuando le pregunté qué la impulsaba a querer trabajar en una actividad que exigía tanta entrega —hoy lo llaman 24/7— y tan poca recompensa económica, respondió que tenía una sensibilidad especial hacia los niños y que, además, quería estudiar Magisterio en Educación Especial movida por el sentimiento que le provocaba tener dos primos con síndrome de Down. Al compartir sus emociones, su voz tembló, su sonrisa tornó, se humedecieron sus ojos y fue en ese instante cuando supe que mi decisión ya estaba clara. Antes de terminar las entrevistas, ya sabía yo que ella estaría en mi equipo.
Un mes después, cuando la actividad llevaba dos días de rodaje, se acercó a mí con ese tipo de sonrisa traviesa que desarma a cualquiera y me dijo que tenía dos confesiones que hacerme. Lo hizo sin dramatismos, con la serenidad de quien se sabe a salvo: no iba a estudiar Magisterio, menos aún Educación Especial, y tampoco tenía primos con síndrome de Down. Me quedé perplejo, sin saber si admirar su audacia o lamentar mi ingenuidad. Porque, al decirlo, no había burla, sino un extraño orgullo por haber interpretado magníficamente el papel por ella misma perfilado. La chica era, sin duda, una actriz total. Le respondí que olvidara la historia, que si yo la había elegido quizá no había sido por lo que dijo, sino por lo transmitido en la entrevista y encima con una sonrisa solo tímidamente nublada unos segundos.
Con el tiempo he pensado que en aquel juego de verdades y mentiras ambos participamos. Ella admitió la suya, quizá por honradez o descaro; yo quizá callé la mía verdadera. ¿No pudo ocurrir que fuese la luz de sus ojos, y no sus palabras, lo que realmente me conmoviese, aquello que, sin quererlo, pesó más que cualquier verdad?
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22/12/2025