Si de mí dependiese, los días durarían 12 o, como mucho, 14 horas. Después vendría un descanso de 3 o 4 horas y otra vez a empezar. De manera casi generalizada, cada mañana, al despertar, las ganas que me invaden de vivir la vida hacen que mi reloj vital vaya a velocidad de vértigo. Poco después empieza mi rutina, encadenando una actividad con otra, desafiando esa teoría que defiende que hay que evitar interferencias —jamás apago mi teléfono, salvo que esté en clase, reunido o en un espectáculo— o que hay que concluir una actividad antes de iniciar otra. Y que conste que es eso lo que recomiendo a mis alumnos, pero soy mal profesor de mí mismo. ¡Asignatura pendiente!

Inicialmente me quito de en medio las obligaciones contraídas, sí o sí, para la jornada que en esos momentos se inicia, alcanzando una satisfacción mágica cuando en mi agenda —utilizo una de papel, de las de «toda la vida de Dios»— se van acumulando las líneas con que tacho cada actividad finiquitada. Si al término de la jornada he conseguido realizar todo lo agendado —creo que así llaman a esa costumbre los modernos de hoy en día—, es otra raya, en este caso diagonal y desde arriba a la izquierda hasta abajo a la derecha, la que señala que todo lo comprometido para ese día ya es pasado. Lamentablemente esta situación, y por tanto tal grado de satisfacción, la alcanzo en contadas ocasiones pues conforme avanzan las horas son más las tareas que añado que las que tacho. Pero tampoco me molesta pues ello pone de relieve que ni la pereza ni la desilusión se apoderan, al menos de momento, de mí.

Sin embargo, conforme se acerca la noche, la actividad a la que he de dedicar mi tiempo ha de ser de otro estilo. Tras mis clases —hace años me acostumbré a programarlas en horario vespertino—, la asistencia a un espectáculo, una cena con un amigo o simplemente viajar escuchando la radio, me hacen sentirme como si el día empezase de nuevo a esas horas. Lástima que poco después haya que parar para adaptarse al ritmo que marca la sociedad. No puede ser todo bueno pero ¡como de poco va a servir quejarse…!

LA TRIBUNA DE CUENCA