El mediocre arrogante canicas artículos prensa

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Hay situaciones que me producen tristeza: el hambre que castiga, la cruel ancianidad o una enfermedad incurable. También el sufrimiento de quienes pelean contra las propias cadenas por ellos mismos forjadas o la impotencia al intentar minimizar el dolor producido al estrellarse contra muros infranqueables hasta para los más fornidos gladiadores. La amargura es mi más odiada compañía cuando veo injusticias que se repiten, sin remedio ni alivio, máxime cuando acontecen por ignorancia, prepotencia o soberbia. Más allá de ello, hay otros comportamientos muy diferentes cuya presencia me provoca una mezcla de desdén y risa.
Me refiero a los de esos individuos incapaces de casi nada, incluso de diseñar con coherencia su propio día a día. Esos que sin embargo se presentan ante los demás como superiores, como tocados por la varita mágica de la genialidad, la creatividad o el talento y que utilizan la arrogancia como único y patético argumento. Son esos mediocres, vacíos de sustancia y carentes de chicha, quienes recurren al infantil menosprecio y machaque de los demás para intentar así elevarse ellos mismos. Quiero creer —¡en su defensa!— que al menos ellos mismos saben que no tienen nada que ofrecer salvo palabras huecas y altanería barata. Pero es que, aun así, insisten en camuflar su incapacidad tras máscaras de falsa grandeza que seguro dejan boquiabiertas a sus madres… pero que son vistas como ridículas por cualquiera con dos dedos de frente.
Lo más desgarrador es que estoy plenamente convencido de que estas personas no son solo ignorantes de su propia insignificancia, sino que en su mayoría están condenadas a la soledad que genera la negación y falta de objetividad en su mirada y en las de los que les rodean —¡o soportan!—, siendo incapaces de observarse en un espejo reconociéndose su verdadero valor. Si hay algo más caricaturesco que su insolencia es la triste certeza de que jamás llegarán a ser conscientes del vacío que habita en sus vidas. Esa realidad, que en lo más profundo les duele y humilla, también provoca en mí —¡lo confieso!— hilaridad, aunque ciertamente afligida, precuela de un patético espectáculo: la derrota eterna —¡sí, eterna!— del necio que se cree sabio.
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24/11/2025