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Me encuentro en la terraza del apartamento disfrutando del placer y calma que generan sentir cerca el mar. El primer día, un ruido seco y repetitivo empieza a marcar el ritmo de la tarde. Intento ignorarlo, hasta que la cadencia se mete en mi cabeza, insistente, como un estruendoso metrónomo fuera de lugar. Me asomo por la terraza y descubro a una niña de unos seis años que lanza con fuerza el respaldo de una hamaca contra el resto de la pieza. Una y otra vez. Cada golpe retumba y llega hasta mi séptimo piso con nitidez terrorífica. Lo que más me desconcierta no es el ruido ni la estupidez del juego, es la absoluta pasividad de los padres y abuelos, a escasos metros, contemplándola mientras le ríen la gracia. La niña continúa con su bobo jueguecito; al día siguiente sigue e incluso otros niños se suman al gilipollesco espectáculo.

Me quedo perplejo. No por falta de cariño hacia lo infantil —sé que los niños exploran, prueban, se aburren y buscan— sino porque siento que hoy aplaudimos cualquier ocurrencia, por absurda o molesta que sea. He visto a esa niña en más ocasiones y sé que no le falta lucidez. Justamente por eso me parece extraño que nadie le marque un límite y simplemente le diga: “Basta”. Recuerdo mi infancia, la escuela, los campamentos, los amigos de entonces. Siempre había lugar para jugar, pero también existía un criterio tácito: no todo valía y en cada acción había una frontera que ayudaba a entender —¡y respetar!— al otro. Aquello nos moldeaba sin que apenas lo notáramos. Hoy parece que toda conducta infantil —sea ruidosa, imprudente o vacua— es intocable. Bajo la coartada de “ya cambiará con el tiempo” o “anda que no le queda na’ a la pobre”, dejamos que crezcan sin referencias, sin el peso educativo de los adultos que deberían socializarlos.

La peor y más machacona molestia, irrespetuosa e inane, sufrida desde esa jornada, día a día, no ha sido la de la hamaca golpeada, sino el eco de un silencio mucho más penoso: el de unos adultos incapacitados para intervenir. Ese silencio, debidamente multiplicado, será ensordecedor en la sociedad futura que aventuro carente de principios y referencias.

LA TRIBUNA DE CUENCA