El rappel, mi abuela y yo canicas artículos prensa

Cuando yo tenía 14 o 15 años el vértigo era mi deporte favorito y la adrenalina mi desayuno. Aprender a hacer rappel se convirtió en mi obsesión: mosquetón, cordino, guantes y la convicción de que la gravedad era una opción. Como la cuerda de perlón costaba más que mi paga de tres años, convencí a mi buen amigo José Ignacio Olona para montar el negocio a medias. Juntando nuestros ahorros nos compramos una de 40 metros, suficiente entonces y para nosotros para bajar casi al centro de la tierra. ¿Lo siguiente? Planeamos el asalto al cerro ubicado frente a la casa de mis padres, entre Molinos de Papel y Palomera, donde el vacío parecía diseñado para héroes o grillados.

La mañana elegida, mi amigo y yo madrugamos como si fuéramos a descubrir América. Anclamos la cuerda, revisamos amarres y, justo cuando yo empezaba a bajar, apareció mi abuela Adora… en la parte de abajo, claro. Ella, que tenía más radares que la NASA y menos complejos que un gato en una pescadería, nos divisó en lo alto y desató el apocalipsis: «¡Ay, mi Fernando, que se me mata! ¡Ay, Dios mío, que se despeñan los chicos!» Su voz resonó por todo el barrio y, en menos de un minuto, teníamos público. Primos, tíos, mis padres y hermanos, los vecinos, incluso el cartero paró su furgoneta. Mi abuela, sin parar de chillar, gesticulaba como si le hubiera dado el baile de San Vito y yo, colgado de la cuerda, le gritaba que se callase. Queríamos discreción y ella solita congregó a una multitud debiendo pensar que Olona y yo éramos víctimas de alguna confabulación, en lugar de dos chavales en busca de aventura. Tal cual lo habíamos programado, entre aplausos y orgullo juvenil, rapelamos la roca. ¡Y mi abuela me agarró como si acabara de sobrevivir a una invasión alienígena! Mientras, yo intentaba explicarle que el mayor peligro era que me cayera una bronca de mil demonios. 

Con los años he aprendido que en la vida hay cuerdas que se tensan, abuelas que gritan y aventuras que terminan en ovación popular. Y que, a veces, la verdadera hazaña no es bajar un pedrusco sino sobrevivir sin perder la sonrisa ni las ganas de repetir aquello que te pone a cien, aunque a los demás los escandalice o descoloque. ¡Allá ellos!

LA TRIBUNA DE CUENCA