Enciendo la radio, esa compañera fiel a la que no acudo tanto como desearía. Debaten sobre la presunta costumbre del inquilino de la Moncloa de mentir. Los posicionamientos están divididos, pero no sobre si sus mentiras o cambios de opinión se dan o no. Todos están de acuerdo en que sí, en que el prócer en cuestión ya no sabría vivir sin dar muestras de hacer hoy lo que ayer dijo que jamás haría y vendernos la moto de que él es de fiar. La discusión se centra en si hay razones justificadas, o no, para que constantemente el pobre se vea obligado a darnos gato por liebre.

Mientras escucho siento que mi verdadero interés reside en qué puede llevar a una persona a mentir por norma. Es cierto que todos echamos alguna mentirijilla alguna vez. En unas ocasiones para no hacer demasiado daño a otros; es lo que llamamos mentiras piadosas. En otras para no tener que dar explicaciones a quien no las entendería o, simplemente, porque a nuestro juicio debemos actuar así y ya está. Pero hay otros casos, los de los mentirosos convulsos, que ya son harina de otro costal. Existen los mitómanos, falsarios enfermizos o profesionales que necesitan engañar constantemente para intentar seguir siendo el centro de atención llegando ellos mismos a creerse sus propias mentiras. Estos no suelen representar casi ningún peligro pues todo el que les rodea sabe cómo son y, dado que su ámbito de gestión es mínimo, el mal que pueden hacer es ínfimo. Están también los que claramente tienen una tara, albergan complejos y sufren baja autoestima, aunque intentan dar la imagen contraria precisamente a través de la mentira. Estos, como tengan alguna responsabilidad, sí que pueden llegar a ser dañinos pues por encima de todo desean sobresalir y brillar a cualquier precio. Y están los cobardes, esos que saben que si se mostrasen tal como son, nadie los miraría a la cara, nadie reconocería en ellos el más mínimo valor ni principio. Estos llegan incluso, no a engañar a los ajenos —esos ya lo suelen tener calado—, sino incluso a los propios, llegando estos a justificar en él que a ellos mismos los engañe y maltrate.

Nuestro egregio presidente, ¿de qué tipo es? ¿De uno de ellos? ¿De ninguno? ¿De todos? Mejor no le preguntemos a él, pues de todas formas no va a contestar y va a disparar a dar.

LA TRIBUNA DE CUENCA