Tener narices

Varias tardes a la semana solía ver, por el centro en el que por aquel entonces yo daba clase, a una pareja singular. Se trataba de dos señoras; una muy envejecida y la otra muy mayor. La primera era la madre de Menganita, una alumna mía. Sobre la otra cabía poca duda; dado el trato que la de mediana edad le dispensaba por la mínima movilidad que esta última acreditaba, lo más probable es que se tratase de su propia madre. La pareja solía dar interminables paseos por el claustro cerrado con que contaba aquel centro a fin de que la anciana, si es que no era por ambas, caminase un poco. Siempre me resultó llamativo que este tipo de presencias se autorizase en aquel centro, pero eran de lo más habitual y el equipo directivo nunca quiso hincarle el diente a tal cuestión. Allí, todo el que lo deseaba podía meterse hasta donde se le antojase mostrándose un ejercicio patético de la libertad ajena y de las obligaciones propias.

Un día yo estaba en clase y de repente una chica abrió la puerta. Muy exaltada, me preguntó si podía decirle una cosa urgente a Menganita. Dado el agobio que traía, asentí. Entonces, todos los presentes oímos cómo la foránea dijo a Menganita: «Se ha escapado tu abuela». Menganita se levantó angustiada y solicitó ausentarse, permitiéndoselo, lógicamente, así como a otra puesto que, dado el enigmático mensaje escuchado, consideré que no debía ir sola.

Veinte minutos después ambas regresaron despejándose el enigma. Por lo visto, la madre de Menganita tenía por costumbre, cuando la niña tenía clase en el conservatorio, dejar a la abuela sentada en una mesa de la cafetería mientras ella se iba «de recados». La anciana no estaba muy en sus cabales, por lo que jamás se oponía. Además, así se distraía. Aquella tarde, al ver salir por la puerta de atrás de la cafetería a una chica con el mismo uniforme escolar que el de su nieta, la anciana, confundida, no se lo pensó dos veces y salió tras ella recorriendo sola y desorientada la parte de atrás del edificio, una zona nada iluminada y deshabitada, sin atender a razones ajenas. Al acabar las clases me encontré a las tres y, tratando sobre el asunto, la madre, docente para más señas, descargó toda su responsabilidad en la aventurera abuela y en los irresponsables compañeros de mesa de la cafetería por haberle dejado marchar. Sin decir ni pio, me largué. Hay que tener narices, pensé.

LA TRIBUNA DE CUENCA