¡Una de listos! canicas artículos prensa

Hace años, un amigo, dueño de una bodega ubicada en la provincia de Toledo, decidido a impulsar sus caldos, organizó una especie de cata o demostración de sus productos a la que me invitó. Según me contó, junto a las actividades típicas de esas ocasiones, habría un concurso cuyos premios serían botellas de sus más preciados vinazos. Dio la casualidad de que en la misma localidad donde se celebraría el acto residían unos conocidos míos a los que, por razones obvias —a él le gusta el vinoy  la cerveza y el coñac y… más que a mí respirar— animé a acompañarnos. Además, él me había dicho en infinidad de ocasiones que era un entendido en vinos, característica que en su entorno aplaudían como si se tratase del más reputado sommelier. Yo, sin embargo, ya entonces era incapaz de distinguir un Vega Sicilia de un vino de tetrabrik, por lo que tuve claro que yo haría el ridículo más espantoso capaz de imaginar.

El concurso se fundamentaba en que, en lotes de tres, el encargado de dirigir la cosa compartía características de ellos (uno es afrutado; el otro sabe a roble viejo; otro deja un regusto a frutas tropicales; etc.), a modo de cata a ciegas, debiendo averiguar nosotros cuál era cada cual. El conocido mío, el sumiller cum laude, se sentó a mi lado y desde el primer momento, en cada tanda de vinos que llegaba, me hablaba sin parar dándome consejos como si yo fuese, que de hecho lo era, un ignorante acreditado. Sin embargo, creo que oliéndose lo que podría pasar, segundos antes de empezar el concurso, mi amigo el bodeguero me dijo: «Guíate por tu instinto, busca los sabores y olores que supuestamente se atribuyen a cada vino y no hagas caso a quienes van de listos que, por cierto, en este mundillo hay muchos». Así, durante la larga hora que duró el evento, no hice ni caso al «entendido» y me dejé guiar por el consejo recibido.

Llegado el momento de ver las papeletas con los resultados, conforme se iban haciendo públicas las respuestas dadas por nosotros, mi conocido se iba poniendo malo al no acertar ni una. Al final, su cara de cabreo y mosqueo no tenía nombre al salir yo de allí con una botella del mejor néctar de los dioses criado en aquella bodega y, además, ganada en la prueba. Obviamente, el listillo atribuyó mis aciertos a la suerte y sus fallos a una confabulación contra él. Por cierto, creo que después ya no nos hemos visto más y de esto debe hacer 5 o 6 años. ¡Qué paz y tranquilidad… da el vino!

LA TRIBUNA DE CUENCA