Viernes. Tras las tostadas, el café y el botecito ese que dicen que baja el colesterol, me siento ante el ordenador. Creo un archivo nuevo en el procesador de textos y, cuando me dispongo a escribir, de pronto todas las ideas que me brotaban a borbotones en días pasados se diluyen. 

¿Política? No. A pesar de que anoche vi una entrevista hecha desde la sensatez y el sentido común —¡qué raro en estos tiempos!— que dará qué hablar, prefiero ignorarla. Sí me apetece leer este verano algún libro sobre el devenir que está tomando la vida política española. A ver si pronto sale algo que merezca la pena. ¿Educación? No, tampoco. Es uno de mis temas favoritos, pero mientras no lo sea también de la sociedad, las familias, los docentes… mi discurso seguirá siendo el mismo y, ahora que estamos a final de curso, mejor me olvido del asunto; tiempo habrá. ¿Cultura? ¿Los alelados? ¿Algo sobre mi niñez? ¿Mis ilusiones? ¿Una historia cruel que acaba de vivir un buen amigo? ¿La obra de teatro que vi ayer? ¿El musical que veré hoy? ¡Tantos temas! ¡Pero hoy ninguno de ellos me cautiva!

Bajo la pantalla del ordenador y decido ducharme. Con agua caliente, por supuesto. Eso que dicen algunos de que con agua fría se espabilan, se lo dejo a ellos. A estas alturas de mi vida no voy a espabilar ya, y menos así. Bajo el agua, el batiburrillo de ideas que se me forma en la cabeza no me lleva a conclusión alguna. Estoy espeso y en un rato he de salir de casa, aunque no puedo hacerlo sin haber escrito mi columna del lunes. ¡Contratiempo!

Chorreando agua todavía, me siento otra vez ante el ordenador, lo abro, empiezo a contar lo que hoy me pasa y, a lo tonto, a lo tonto, como decía mi madre, me encuentro con que he conseguido por fin escribir lo que el director del periódico me pide cada semana: algo menos de 1800 caracteres. Fin del problema. Me marcho, que me esperan.

LA TRIBUNA DE CUENCA