Habíamos madrugado. Había que aprovechar el día. Durante algo más de una semana, un ritmo frenético nos estaba permitiendo disfrutar, aunque de manera un tanto fugaz, de diversas grandes ciudades, así como también de pequeñas poblaciones, centroeuropeas. Esa mañana tocaba Gruyères, referente de uno de los quesos que más llaman mi atención aunque, fiel a la verdad, reconozco que no le hago ascos a ninguno. Antes de bajar del autobús, la guía nos informó de que lo tradicional en aquel pueblecito es que los comerciantes ofrezcan, en la misma calle y a los potenciales compradores, probar sus productos. A continuación, no sin cierto apuro, nos dijo que, por su experiencia, los españoles somos un pueblo muy dado a lanzarnos como fieras a todo lo que de este tipo se nos ofrece, a modo de muertos de hambre y como si no hubiese un mañana, dejando los platos limpios como patenas y sin comprar casi nunca. Eso, continuó diciendo, nos señalaba entre los comerciantes de allí como turistas no especialmente deseados, al margen de atribuirnos algunos calificativos poco envidiables. Sus observaciones, por cierto, sirvieron de poco.

No nos engañemos; los españolitos somos una raza que, ya desde la más tierna infancia, estamos acostumbrados a aprovecharnos de lo que tenemos a nuestro alcance confundiendo lo propio con lo ajeno. ¿Quién no ha hecho fotocopias en su trabajo para su hijo? ¿Quién, en otros tiempos, no ha usado el teléfono de su empresa para llamar a su tía de Valladolid, aunque no tuviese de qué hablar con ella? ¿Quién no ha robado tiempo a su horario laboral para dedicarlo a asuntos particulares? ¿Quién no…? ¡Y luego nos extraña que el que tiene coches, aviones o millones de euros a su alcance se los apropie! ¡Pero si estamos entrenados para eso desde niños!

Al término del paseo por Gruyères, de pronto oí a una cuarentañera con bastante buena pinta, y en un perfecto español peninsular, gritar a quienes parecían su marido, padres e hijos: venid, coged de este, que también es gratis… mientras agarraba una bandeja enorme, con taquitos de queso, y la sacaba a la calle al tiempo que, sobre todo los maleducados críos, los cogían a puñados cayendo algunos al suelo y sin decir ni mu los adultos.

LA TRIBUNA DE CUENCA