Caridad sorda Canicas Artículos Prensa

Caridad sorda Canicas Artículos Prensa
Uno de los impedimentos más importantes que me encontré durante mis estudios de Piano fue la soledad. Estaba horas y horas, día tras día, sentado al piano, en una habitación cerrada, peleándome con partituras. Se trataba de una carrera de fondo en la que el premio, si es que llegaba alguna vez, requeriría mucha paciencia.
Llegó un momento en el que me matriculé en música de cámara, asignatura que, por fin, me permitía hacer música con más gente. Pero había un problema. En aquel entonces, sí, tocabas con otros—violinistas, flautistas, chelistas— pero dos, tres ¿cuatro? veces al año. No exagero; era la realidad que vivíamos en aquellos tiempos cuando, para estudiar música, tenías que viajar semanalmente en un tren que necesitaba 3 o 4 horas para llevarte a Valencia o a Madrid y otras tantas para traerte de vuelta. Una vez allí podías esperar en el aula horas y horas para, con suerte, tocar ¿10 minutos? ¿15?… y eso cuando sonaba la flauta, nunca mejor dicho. Estaba harto de no encontrar inmediatez o fruto a los numerosos esfuerzos que requería esa forma de vida.
Pronto encontré una solución —me refiero a lo de la soledad—, aunque el «pronto» deba entrecomillarse. Cuando conseguí ahorrar dinero —siendo todavía un chaval tenía infinidad de alumnos particulares, lo que me daba una autonomía envidiada por mis amigos—, sin pensarlo me fui a Radiolux y me compré una impresionante torre de sonido que me costó lo que no está escrito y que todavía conservo. Luego me fui haciendo con una nada despreciable colección de LP y la cosa cambió. Ponía en el equipo el disco con la obra de cámara, el concierto para piano y orquesta e incluso las piezas para piano solo que debía estudiar, y tocaba doblando la parte del piano. ¡Eso era otro cantar! ¡Así sí!, me dije. ¿Lo malo? Pues que mis vecinos seguro que llegaron a odiarme un poco más que antes. Eran tiempos en los que uno se sentaba al piano, aun siendo estudiante, 4 o 5 horas al día y ¡hala!, dale que te pego. Hoy compadezco y agradezco la condescendencia que siempre mostraron conmigo doña Lidia, doña Felisa y don Felipe, ¡mis añorados y pacientes vecinos! Gracias a su caridad cristiana —bueno, y a que ellas estaban algo sordas—, mi día a día cambió.
Caridad sorda Canicas Artículos Prensa

19/05/2025